3 de octubre de 2011

Alguna vez creyó en mí

Quelonio dixit:

Alguna vez creí en él, es cierto, y le voy a decir más, alguna vez llegué a decirles a mi padre y a mi madre, en pleno almuerzo, que mis verdaderos padres eran Dios y la virgen María, ¿qué le parece? Creo que hasta el canario se atragantó ese día. Si hubiese visto el escándalo que me armaron... pobres mis viejos, no daban para sustos conmigo. Pero el idilio religioso pasó rápido, ya en los últimos años de colegio mi ateísmo era inflexible. Y entonces, contra todo pronóstico, mis padres empezaron la cruzada para devolverme a la senda de Dios, incluso a sabiendas de que corrían el riesgo de perder la legitimidad de sus títulos parentales. Empezaron por traer a una tía devota que pasaba largas horas hablando conmigo. Ya no recuerdo de qué hablábamos, seguramente de Dios, pero daba igual. Mi tía era muy guapa y yo todavía virgen, así que imagínese, valoraba con especial gratitud esa solidaridad y luego la recordaba -a mí tía, no su solidaridad- cuando ella se iba y yo me quedaba solo en mi habitación. También trajeron a un sacerdote amigo de la familia. Con él, en cambio, las conversaciones nunca me resultaron interesantes. Y por su insistencia en acariciarme la mejilla cada vez que creía decir algo trascendente, supongo que también él se acordaba de mí en sus soledades conventuales. Más tarde fue una novia que tuve, bastante devota también. Recuerdo que nuestra primera charla fue sobre la existencia de Dios, fue la excusa para terminar tomando un café y para no despegarnos durante unos años. Y todos ellos, más alguno que quizá haya olvidado, repitieron siempre la misma idea, todos sin excepción: "Dios cree en ti, Dios te quiere, y la prueba de eso es que nos envía a nosotros para darte su mensaje de amor". Tengo que confesarle que a pesar de mi férreo descreimiento, esa idea me llenaba de orgullo, me hacía sentir supremo, poderoso. Yo no creo en Dios, me decía, pero él sí cree en mí. Vaya, ¿y si al final resultaba que de verdad existía? ¿Y si al final lograba quedar frente a él, en algún lugar del cielo después de mi muerte? Con qué desvergüenza, con qué soberbia le diría "tú has creído en mí, pero yo no he creído en ti". Me gustaba imaginar esas ficciones y las imaginé durante mucho tiempo. Luego los años pasaron, mis padres se resignaron, mi tía se hizo vieja y dejó de gustarme; yo también crecí hasta el punto de no llamar más la atención de los sacerdotes; y el noviazgo acabó, con menos penas que glorias, eso sí, pero acabó finalmente. No me di cuenta hasta mucho tiempo después, hasta hace bien poco para decir verdad. Un personaje de una película o de una novela se quejaba de que Dios no creía en él. Fue escuchar eso y despertarme súbitamente, despertarme con dolor, como si en el sueño hubieran estado torturándome. Usted sabe que en los primeros segundos de la vigilia, tras el despertar, siempre queda algo del dolor del sueño. Me di cuenta de que en todos esos años no se habían renovado las tías ni los curas ni las novias que me hablaran de Dios, que nadie había vuelto a refregarme en plena cara la irrefutable prueba de que Dios creía en mí, de que Dios me quería. Sentí alivio, por fin me había librado de esa carga. No es fácil tener a ese tipo encima creyendo en mí, es mucha responsabilidad, me decía con sorna, casi con desprecio. Lo celebré largamente como si se hubiese tratado del fin de una guerra. Le había ganado, lo sabía, tenía que estar feliz de haber tenido a Dios a mis pies, feliz de que se hubiera rendido por fin. Tenía que estar feliz y sin embargo estaba ese dolor, ¿por qué ese dolor del despertar, por qué esa punzada en alguna parte de mi orgullo? Alguna vez creyó en mí, pero ahora tenía la certeza de que ya había dejado de creer, de que ya no era nadie para Dios. Dios no existe para mí. Ahora yo tampoco existo para él. 

¡Mierda!