16 de octubre de 2010

EROICA

Lejanas quedaban ya las lágrimas de Heiligenstadt y las mezquinas perversiones de la Guicciardi. Al menos así no debería escuchar los cañonazos redentores que Napoleón tenía prometidos a su tierra ni las estridencias de las caídas nobiliarias. La fiebre de aquellas noches le había enseñado que no podía enemistarse con su destino, tampoco congraciarse con él. El fantasma había asomado su sombra sobre el trino de los pájaros y las voces sosegadas de la intimidad, pero en Viena todavía quedaban la hospitalidad del barón Pasqualati, los favores palaciegos del príncipe Lobkowitz y un horizonte insinuado en la condesa de Brunsvick, viuda de Deym. Era inevitable, su futuro debía ser pronunciado a gritos, martilleando cada nota como un golpe de cañón corso, arrasando las certezas y las amables formalidades de su maestro, irrumpiendo en el camino que el destino quería negarle con el silencio.

La mañana del 9 de junio de 1804 Ferdinand Ries subió corriendo las cuatro plantas de la Mölkerbastei 8. Golpeó la puerta, llamó. Sabía que no lo escucharía, por eso entró, sorteó papeles, charcos de agua, y volvió a llamar. Buenos días, maestro, dijo, el príncipe nos espera, ¿prefiere ir en coche o caminar? El día estaba soleado, prefirió un paseo a pie por la campiña y transpirar su buen humor hablando de la muerte. Sabía que el ensayo sería el primer trabajo del héroe. Los músicos no acabarían de entender, los príncipes no celebrarían, Haydn llegaría para el finale, acaso Josephine sellaría una sentencia nefasta. Lo sabía y lo esperaba. Porque todavía no habían nacido los músicos que comprendieran sus partituras; porque los príncipes jamás aceptarían que el genio puede igualar en nobleza a cualquier hombre; porque su maestro preferiría decir que era aburrida antes que sublime; porque el amor, la familia y el arte no pueden reconciliarse, no para un hombre como él.

Meses después, ni siquiera Buonaparte fue digno de ser rubricado en un título. También él había resultado ser como todos, demasiado humano y vulgar. Ahora estaba solo en medio de los mortales y nada más que su propio nombre debía ser escrito, porque en cada nota estaba reflejada su propia lucha, su propio heroísmo, su desafío a ese destino que lo había condenado a vivir entre los hombres. A veces intentó justificar ese destino entregándose al amor y la búsqueda de los iguales. También lo intentó aquella tarde, cuando salió del palacio de Lobkowitz en busca de su querencia tabernaria. Acababa de cambiar el devenir de la música y solo él lo sabía; acababa de gritar su genialidad, sforzando, para que todos pudieran escucharlo, para que él mismo pudiera escucharse. Esa tarde, en la taberna, empezaba para Luigi su nostalgia de haber sido hombre.



3 comentarios:

Yurena Guillén dijo...

Una delicia de relato.

Hace poco he mantenido una discusión sobre este tema. ¿Pueden hombre y artista convivir de manera equitativa sin mermar, anular uno a otro? Y en el amor... ¿Se ama al hombre o al genio?

Yo tengo tan clara mi opinión que me sorprende que otra persona pueda pensar de manera diferente.

Un abrazo grande, Diego.

Hache dijo...

Sólo entré a saludar. Estoy recuperando momentos y tiempos pasados. Veo que no has perdido tu buen uso de las palabras ...

... nos leemos.

Frank dijo...

Muy bueno, el coquteo entre los límites de uno y del otro. Muy interesante.

Saludos!