30 de abril de 2011

A la memoria de un maestro

Una vez miré una foto en blanco y negro de Sábato. Está rígido, oculto tras los anteojos, con las manos en lo más profundo de los bolsillos del sobretodo, mirando a la cámara y sintiendo tal vez que todo es un fastidio, que en Santos Lugares o donde sea, toda su vida ya es un fastidio ineludible. Desde que la descubrí, siempre me gustó sentarme allí mismo a esperar el tren. Pero hoy la estación no tiene la misma traza que tuvo aquella tarde, hace 12 años. Hoy es un día de sol y los bancos están pintados otra vez de naranja. Aquella tarde la lluvia caía fuerte y golpeaba contra el techo de chapa de los andenes. Estaba yo solo en la estación, hacía frío y ya había vuelto de la casa de Natalia, había caminado todas las cuadras bajo la lluvia y llorando sin parar, sin vergüenza alguna porque alguien me viera; tenía la sensación de que jamás volvería a pisar Santos Lugares otra vez. Las calles estaban vacías en esa tarde inmensamente gris y yo caminé hasta la estación, me senté en ese banco y seguí llorando, porque ya no había otra cosa que hacer más que llorar. Llorar y mirar ese banco y esas ventanas y recordar que también Sábato habría sentido aquí algún tipo de desgarro en el alma; llorar y percatarme de que minutos antes había bajado del tren y no me había acordado de Sábato ni del banco. Todavía tenía que pasar por Lourdes a sentarme y rezar, ya no perdía nada con hacerlo, ya era momento de hacerlo luego de tantos años renegando de Dios. Ahora era necesario despertar y saber que Dios había estado siempre conmigo. Estuvo la primera vez que discutí con Natalia sobre su existencia. Estuvo cuando mi tía abrió una página de la Biblia para leernos un pasaje y resultó ser el mismo que Natalia había leído días antes. Y cuántas otras veces estuvo y no lo vi. Ahora, en cambio, sabía que Dios me esperaba para perdonarme, ahora que estaba rendido a su fuerza inmensa necesitaba su piedad, podía darlo todo a cambio, mi lealtad hasta la muerte, mi devoción incondicional, todo, pero necesitaba a Natalia de vuelta. Y fui a Lourdes para pedírselo, luego de abrir decenas de veces la Biblia en las librerías para encontrar alguna señal, luego de invocarlo noche tras noche antes del sueño. Solamente me faltaba entrar en la iglesia y hablarle francamente, desvestir el alma y mostrarle toda mi vergüenza y mi sumisión, demostrarle que toda humillación sería poca cosa frente a lo que podría hacer por él si me devolvía a Natalia.
Nunca supe, sin embargo, si esa tarde Dios entró conmigo a su casa, porque cuando ella apareció todo el mundo volvió a ser el que era. Nos sentamos en la cocina, con la mesa repleta de libros y apuntes: “mirá si me tenías adoctrinada, que cuando escuché que golpeaban, en quien primero pensé fue en vos y corrí a apagar el cigarrillo”. "Podés fumar todo lo que quieras, le dije, ya no me importa". Luego la tomé de la mano, "quiero que hagas algo por mí, murmuré, quiero que me acompañes a un lugar". Y entonces le dije que había ido a Lourdes y que había pedido por nosotros, que finalmente me había rendido a Dios, que ya creía, pero que ahora debíamos hacerlo los dos, debíamos ir juntos y pedirle de rodillas que nos ayudara a seguir.
Desde este banco y un día como hoy es fácil acordarse de los detalles y dibujar silogismos, pero ese día, frente a ella, los detalles me pegaron cachetazos en plena cara y no pude pensar. De haber podido, acaso no le habría insistido; no habría visto a Natalia seguir tomando su té como si no le importara que yo había empezado a creer; no la habría escuchado felicitarme por el gran paso y repetir como una sentencia que no iría conmigo a ninguna iglesia; no le habría permitido acariciarme la cabeza cuando empecé a llorar sobre sus piernas; no la habría escuchado decirme enojada que ya no podía verme llorar. La lucidez me habría permitido dar una última ojeada a la cocina, al living por donde pasamos segundos después, yo delante y ella detrás. Pero no hubo lucidez ni Dios ni mundo. Nos dimos un beso en la boca y por un instante sentí que si eso era posible quizá todo lo demás también. En cambio, cuando salí estaba vacío, en carne viva. La lluvia me lastimó, también el frío; el agua me pegó con fuerza y sentí que tenía los pies congelados. Caminé otra vez hasta la estación de Santos Lugares y me senté en este mismo banco a esperar que llegara el tren. Fue entonces cuando me acordé de Sábato y de la foto, cuando otra vez la lluvia y el frío en los pies desaparecieron y volví a llorar. Todavía faltaban algunas semanas antes de que empezara a pensar en el gas y a mirarme las venas con insistencia.

3 comentarios:

Yurena Guillén dijo...

¡Por el maestro!

Qué tristeza deja...

Un abrazo, Diego.

Mixha Zizek dijo...

Diego una hermosa entrada, es una época donde muchos escritores están partiendo. Pero nadie como Ernesto Sábato para mi fue un escrtitor fundamental en mi escritura, sus libros y palabras fueron parte de mi crecimiento y por eso me dio uan terrible tristeza su perdida. Cuando me gradué en la universidad hice mi tesis sobre su obra. Ahora que escribo sobre él retomo sus palabras. Adios al maestro Ernesto!


un abrazo Diego.

Tristancio dijo...

Cuando escuché la noticia, se me vinieron al alma estos versos de una canción de Pedro Guerra, que me hicieron todo el sentido:

"Se van los mejores / dejándonos solos / cuidando en los libros su eterno tesoro / de amor e inquietud / que el dios en quien nunca he creído bendiga su luz..."

Hermoso tu homenaje, Diego, como una estación terminal...

Un abrazo.-