23 de junio de 2008

Una mañana como esa

Recuerdo a madre saliendo y preguntando si estábamos bien. Luego entró de nuevo, un poco contrariada, repitiendo un dulcísimo reproche que escuchamos con desencanto, con ganas de sujetarlo fuerte y que no se fuera, que permaneciera su eco en el patio para que nuestra felicidad fuera la misma que había sido y no otra, para que algo de madre se quedara allí como una puerta que nos llevara siempre al recuerdo de la mañana y el patio.No sé por qué nos despertó temprano ese domingo claro, sin dejar que fueran los besos de madre, el aroma de una olla a fuego lento o la urgencia de los juegos. Nos despertó cuando madre todavía dormía. Y después llegará él a dormir, de esa coartada que es su trabajo de cada noche, satisfecho y cansado para dormir solamente a pesar de los días y la distancia y los hijos, siempre los hijos...Tan hermosa estaba la mañana cuando hermano y yo espiamos el patio por la persiana. Más allá del parral, detrás del prolijo ligustro, abuelo y abuela se confiaban a la sombra de un duraznero, ella remendando alguna prenda, él leyendo el diario, sin mirarse y en silencio, de pronto un brazo de abuela que se levantaba con la aguja hacia arriba y volvía a bajar y a escarbar, o una cabeza de abuelo siguiendo despacio los titulares y los artículos, pasando luego de página con una gracia de acordeonista. ¡Abuela!, fue el llamado, que no significaba solamente abuela, pero así nos habíamos acostumbrado, aunque abuelo también girara la cabeza y nos buscara cerca de él durante un segundo, hasta que abuela se levantara, caminara con su eterno balanceo, se pusiera contra nuestra persiana y respondiera de inmediato a nuestras voces, que esa mañana habían sido como una gota negra que caía, súbitamente, en un mar aquietado y blanco. La perra descansaba pero no dejaba de apuntar su mirada hacia nuestra ventana, como si pudiera vernos a través de la persiana baja, como si escrutara nuestros ojos en medio de la penumbra del cuarto.Persiana de por medio, dijimos a abuela que queríamos salir, y ella que saliéramos por la cocina, y nosotros que haríamos mucho ruido y no queríamos despertar a madre. Pero la traición se paga y hoy es el día, hoy o nunca, porque no se puede salir de la oficina y pretender que el mundo sea ciego, que me quede en mi cama para dormir todavía unos minutos, como ahora, y no salir a buscarlo y saber quién es ella. Entonces salgan al jardín, dijo abuela, que yo les abro por la otra puerta. Y pronto estuvimos en el patio, adormecidos por la frescura del silencio, la pesadez de los aromas, la consonancia de la quietud. Atrás quedó abuela abriendo y cerrando puertas, y adelante la sonrisa de abuelo siempre cercana. Nos acostamos en el patio, en nuestro colchón para los juegos, y vimos llegar la otra sonrisa, la de abuela, que volvió sobre su prenda, diciendo cosas olvidables, dando una palmadita en la cabeza a la Daisy y ésta respondiendo con las orejas hacia atrás y un remolino en la cola, y nosotros diciendo otras cosas también olvidables, porque entonces nadie quería hablar, sino esperar que la mañana nunca acabara; en silencio esperar que la mañana se olvidara de seguir y que no despertara. Como los días en que nacieron, tan hermosos los dos, cuando no había cuentas que pagar ni certezas sobre noches furtivas, todavía con la sonrisa de tenerlos con nosotros para siempre, hasta que fuéramos nosotros los que dijéramos basta y no ellos.Esa mañana todo fue descubrimiento. Por allí una pared blanquísima de tan ardida, y más arriba el azul del cielo desteñido por el sol. Más acá el diario de abuelo que suena y parece hojarasca, el hilo de abuela que roza la tela; más allá un suspiro de la perra que mira la persiana como queriendo descifrar algo, adivinar lo que ha quedado detrás de la persiana de nuestra habitación, la de hermano y mía, todo lo que ha quedado allí en la negrura. Y aquí la felicidad, la blancura, el cielo, el jilguero inmóvil y sin canto, las sonrisas y el parral que murmura un mensaje de brisa y batir de hojas. Después la mañana me verá salir y estaré lejos cuando empiece a imaginar, antes de su llegada, el jabón purificador o la ducha para quitar la resaca de perfumes; lejos de fingir sueños apacibles, días hermosos, sin la condena de tener que soportarlo todo por ellos, sin almohadones ni llantos ni bestias que huyen.Cómo saber que luego intentaría en vano recrear esa mañana, multiplicarla cada día, buscando el mismo sol, la misma blancura, el mismo silencio, el olvido de los indios y los vaqueros, la bicicleta, la pelota contra la pared, el deseo inconfesable de que abuela y abuelo no se levantaran de allí, que ya nadie subiese la persiana ni tuviéramos ganas de jugar, comer, dormir, nunca más. Siempre quise recuperar esa mudez del jilguero, el hilo de abuela, el diario de abuelo. Tantas veces deseé recostarme junto a hermano en el mismo colchón de juegos, pero sin jugar, solamente aspirando el presentimiento de una mañana como esa, esperando tener que esperar eternamente, para que nada acabara, para que todo quedara suspendido en el suspiro de la perra o en una aguja en lo alto. Pero nunca fue igual. ¿Qué milagro debe existir? ¿Qué más debo esperar? Hasta me parece escuchar puertas que se abren y se cierran por su llegada antes de tiempo, siguiendo un mensaje indescifrable de alerta, de una vuelta apresurada a casa para evitar que las noches rubias de trabajo fueran vengadas, para no tener que leer una carta sobre la mesa, ni correr y verlos, ni correr y no encontrarme.Tal vez fue un breve chispeo del jilguero, un par de orejas erguidas o un parral que cesó de murmurar; tal vez fue un comentario de abuela, un asentimiento cansado de abuelo, una nube molestando la blancura, un movimiento de hermano regresando conmigo desde otra parte, volviendo otra vez a un apetito de muñecos, naves y potrero. Habrá sido todo eso lo que despertó a la mañana, lo que irreparablemente permitió que continuara. Seguramente fue nuestra persiana que se levantó, unos pasos imaginados detrás de la pared y la cola de la Daisy ingobernable. Fueron unas llaves haciendo ruido, girando veloces y detrás madre sorprendida queriendo saber si estábamos bien y abuela explicando que sí, que nos había dejado entrar por el otro lado para no despertarla. Madre sonrió extrañamente y se deshizo en el dulce reproche de haberse asustado cuando no nos vio, cuando notó que no dormíamos y que sólo quedaban los almohadones en la cama.Después la perra cerró los ojos, la nube desapareció, abuelo y abuela siguieron con sus tareas, el jilguero cantó tímidamente. El dulcísimo reproche de madre se mantuvo un rato más en el aire ardido, negándose a que el despertar de la mañana lo borrara como a un sueño, resistiéndose a que intentáramos prolongarlo para que madre entrara en el recuerdo, para no aceptar que la felicidad ya era otra y que madre no, ella no podía tener un sitio en ese patio.

1 comentarios:

Hache dijo...

Una maraña de recuerdos, momentos, sentimientos, sonidos que llegan desde lejos ... bonita "mañana".

Seguiré leyendo tus cuentos. Con calma.