18 de septiembre de 2010

Justiciero a deshora

Quelonio dixit:

Cierta tarde en que caminaba por el parque me detuvo de pronto el sonido de unos chicotazos a los que seguía siempre un gemido lastimero. Sorteé un par de setos que me impedían ver de qué se trataba, hasta que lo vi. Era un viejo, estaba arrodillado; con una mano sostenía el pescuezo de su perro, con la otra blandía un cinturón que caía sobre el lomo del animal con ritmo regular. No voy a explicarle lo que me movió a hacer lo que hice, porque ni siquiera sabía si el perro se lo tenía merecido: quizá había intentado prender fuego la casa de su dueño, quizá lo había amenazado con un cuchillo entre los dientes, quizá había intentado violar a su nieta, vaya uno a saber... Lo cierto es que en cuestión de segundos tuve mi propio cinturón desenvainado, listo para hacer justicia. Sentí inmediatamente un alivio desmesurado en la cintura y un escalofrío que atribuí más al arrebato que a los pantalones, pero no les di importancia. Antes de que el viejo se oliera la amenaza, ya estaba yo detrás azotándolo, aprovechando esa perspectiva propicia que me daba el que estuviera él arrodillado y yo parado. Durante unos segundos el viejo siguió zurrando al perro, tal era el impulso que llevaba, y estoy seguro de que habrá pensado "vaya esfuerzo estoy haciendo, que me está quebrantando la espalda". Imagine la escena, el viejo dándole al perro, yo dándole al viejo. En cuanto se percató del error y de la verdad empezó a gritar "para, hombre, para", y yo detrás "vas a aprender lo que son los cintazos, viejo de mierda", y él "que pares", y yo "a que sí". Este trance victimario no me duró mucho, porque de pronto sentí que algo caliente se hincaba en mi pantorrilla. Había visto con satisfacción cómo el perro se soltaba de las garras de su dueño; lo que no pude prever fue que una vez libre lo defendería. Eso que sentí en la pantorrilla, pues, no eran otra cosa que dos pares de colmillos incrustados. Vaya traidor, pensé, así me pagas, y sin meditarlo, movido por el dolor de los dientes en la carne y la insistencia de sus gruñidos, liberé al viejo, apunté el cinturón hacia el animal y empecé a zurrarlo en el lomo. El perro ya estaría acostumbrado, qué más da otra batería de cintazos, habrá pensado, al menos ahora los justifica la defensa de mi querido dueño. En mi desesperación al ver que el perro no cedía a mi descarga, me volví hacia el viejo, "dile que me suelte", le rogué. Pero el viejo ya no estaba arrodillado, se había incorporado, había medido la distancia y ahora me estaba soltando en la espalda el primer cintazo. Por favor, vuelva a imaginarse la escena, yo dándole al perro, el viejo dándome a mí, y atrévase a decir que la vida no da vueltas. No sé cuánto habremos estado así, pero a mí me pareció eterno: el perro gruñendo y mordiendo, yo sin saber a quién de los dos pedir piedad, y el viejo "así no vuelves a meterte donde no te llaman". De pronto se escuchó un grito que se impuso sobre los míos, sobre los del viejo, sobre los gruñidos, y como si todos entendiéramos que había que parar, paramos. Un agente de la policía estaba entre nosotros para cumplir con su deber: poner orden y desincrustar colmillos. Entonces llegó el momento de las explicaciones, digamos la segunda parte de mi tormento. Porque para mi mala suerte, nadie más que yo había visto al viejo zurrando a su perro. Una adorable anciana que ofició de testigo declaró que yo empecé a pegarle al pobre animal y que el viejo intentó defenderlo pegándome a mí. El viejo, por supuesto, ratificó esa declaración. Yo, resignado, intenté que creyeran mi versión con un sentimiento de derrota previa. Y el perro, el único que podría haber testificado a mi favor, no solo había resultado ser un traidor, sino que además fue descartado como testigo por ciertas inaptitudes idiomáticas. Resultado: cuatro agujeros sangrantes en la pantorrilla, una inyección en la nalga como prevención contra la rabia, líneas coloradas de diversa trayectoria sobre la espalda, y una denuncia por maltrato animal. Pero espérese, porque no fue solo esto. Ese escalofrío mal atribuido que sentí al quitarme el cinturón daría la última nota a mi desgracia. Fue el policía quien me lo dijo, yo ni cuenta me había dado, y seguramente fue tal la causa de que mi versión pasara por la de un desequilibrado. "Levántese esos pantalones, caballero", me ordenó, y el resto vino solo. El viejo declaró que había aparecido en calzoncillos desde detrás de los setos, "quién sabe qué porquerías estaría haciendo", y la adorable anciana "lo que hay que ver, Señor", y el policía sentenciando con gravedad que a la causa se agregaría exhibicionismo en la vía pública. En fin, Diego, al menos usted apiádese de mí y no se ría. Así son las cosas en este mundo extraño en el que cualquiera puede terminar recibiendo escarmiento por hacer justicia, y donde la rectitud moral o la perversión depende de quién lo vea y a qué hora.

3 comentarios:

la pluma de azrael dijo...

muy bueno hermano te felicito
por escribir muy bien te invito
a que empiezes a leer el libro
soy un amateur pero espero que me
pases y me comentes y claro
enseñarme mis errores para aprender
aun mas gracias y sige escribiendo

Yurena Guillén dijo...

Aggg!!!! Perdona la onomatopeya inicial. Es que Quelonio te ha contado una historia tan fascinante que no creo que haya una sola persona con sangre en las venas que no sea capaz de tener una opinión al respecto.

Este perro me suena tanto y de hecho creo que he oído hablar tanto de él que me parece que he tenido más de una discusión en su nombre.

La cuestión que plantea Quelonio es que muchas veces se torna imposible dar a cada uno lo que le corresponde. Y en esta ocasión no lo voy a contrariar. Creo que en un mundo tan doloso y corrompido, eso es sencillamente imposible.

Un texto extraordinario, Diego. Impecable.

Un abrazo grande.

Tristancio dijo...

Quelonio me recuerda al Conde Lucanor, con sus historias y moralejas. O al Quijote desfaciendo quijotescos entuertos.

Y nada, podría decir muchas cosas al respecto, pero como defensor que soy de los perros, sólo abogaré por él: el perro no sabe ser infiel. Claro que esa fidelidad absurda no la entiendo en las personas...

Y la prosa de Quelonio, qué decir, espléndida.

Un abrazo.-